29.3.10

Rojo



Las luces en la colonia empiezan a brillar en los cuartos a las cuatro de la mañana, es un día de trabajo en el jornal, en el Valle de San Quintín. Solo los perros enfermos de sarna acompañan el inicio del día y se acercan a las puertas que esconden el movimiento de las sombras. El polvo esta estacionado en las hojas del árbol de trueno y dicen los que viven ahí que es la única hora en que puedes alcanzar a escuchar el rumor del mar.
Los sonidos son los de la cocina y algún estéreo encendido, y en la calle los motores empiezan a calentar. El cielo estrellado esta cerca de disiparse por el oeste y apenas y encamina los rondines de los trabajadores por el patio angosto de su hogar. Las estrellas han dejado de marcar los tiempos del hombre y cede su paso al reloj que apura.
Matilde ve aún a David -su hijo mayor- escondido bajo las cobijas y piensa lo pronto que ha crecido y que está ya muy cerca de los 16. No se distrae y le levanta brusca la voz reprochándole la desvelada que le pegó esa noche. A la una de la mañana él aun no había regresado del baile en la Maclovio y le pesa no solo el sueño sino también la preocupación. El ansia no es pensar en cómo se regresa, ni con quién anda, más bien le aterra la idea de que otra vez venga con la sangre en la sudadera y el hueso de la nariz a medio salir. Si ya van varias veces que le dice que se deje de juntar con esos vagos que solo lo están echando a perder; pero al final comprende que poco le puede exigir, porque la otra vez que llegó con el hilo de sangre en la frente de la pedrada que le dieron los de la Triqui –la colonia vecina- aún así se paro para irse al fil y ya casi acaba de juntar lo del gasto para los útiles de Serafín y Hortensia, sus dos hermanos menores que en unos días ocuparán al inicio del ciclo escolar.
Piensa en eso y se le amontona la preocupación y se desespera porque a ella se le viene encima el pago del terreno, la deuda de la tienda, la esperanza de que Hortensia a sus doce años por fin pase de segundo de primaria y de que a ella misma no le vuelva a dar el dolor en la herida del estómago que hace dos años se operó.
Matilde mientras prepara el lonche y pone caliente el comal, se queda mirando cómo a la tortilla de harina que está en la lumbre se le infla la panza y como que se quiere levantar del comal, se le figura como que se despierta, como si alzara sus brazos inexistentes y se prestara lánguida para el inicio del día. Piensa que ella debería de ser así, como ese amasijo de harina que puede despertar conforme, pero se le vienen los recuerdos a los ojos y se acuerda de Efraín, porque con el gasto que hizo para irlo a traer a Tijuana se le atrasaron los pagos de las deudas y el Patrón no le contó los dos días que tuvo que salir. Luego se vino el entierro y la desolación.
Efraín le había hablado que ya estaba allá pero fue el pollero que manejaba medio borracho y en una curva en un freeway se patinó y chocó. A Efraín ya lo encontraron muerto cuando llegó la ambulancia. Matilde hace sus cuentas y se fija que el domingo cumpliría un año justo cuando Efraín agarro para California. Ya era su tercera ida y con lo que le mandara iban a sacar la letra del terreno y a echarle impermeabilizante al techo de los cuartos, porque aunque aquí casi no llueve siempre están con el pendiente de que el triplay no vaya aguantar, además, pensaban echar de una vez la barda y quitarle el horcón o arreglar el carro que llevaba ya dos años afuera yonkeado. Piensa en eso y ve que la tortilla que admiraba se le quemó, ahora piensa que más bien ella es así, como ese amasijo de harina usado y cansado, negro como la noche que aún la acompaña.
Se sienta mientras cuida que no se le suba el café y le vuelve a gritar a David. Él ya medio despejado pregunta por su café y se apura a enredar en la tortilla sus papas y frijoles y los alista en el morral. Matilde no le acerca la taza y enojada le avienta el aluminio para que enrolle las tortillas y se eche su bote de agua. Sabe que esta enojada con él, pero en realidad no le importa, él gana su dinero y ayuda a la casa, y ya esta cerca la idea de juntarse mejor con la Mónica, su novia de 15 años. Su mamá no lo sabe pero está pensando irse mejor a vivir a la casa de Teresa su suegra aunque le apura dejar a sus hermanos y a Matilde con todo el trabajo y las deudas, pero él piensa que si no le hace así -cuándo va a progresar-.
Apurado, agarra su gorra y se hecha la sudadera encima. Está estrenando playera y deja el lonche en el suelo para acomodarse las letras que no pudo coser bien a su sudadera, se apura y agarra un alfiler con el que acomoda la M que alude a la banda de la colonia Las Misiones y se alista en salir. Matilde aún no acaba de agarrarse el pelo y acomodarlo en el cuenco de la gorra, cuando se acuerda que iba a comprar un nuevo pañuelo para la boca porque el que tenía ya esta verde por el “Saladet” y se huele a humedad y choquia. Se apura y se amarra el pedazo de tela que le cubre apenas las nalgas encima del pantalón y avienta su lonche al balde verdoso y rojizo con el que levanta el tomate y la fresa.
A duras penas le avisa a Serafín que se lleve a quemar la basura y guarde los gallos que se quedaron desparramados en el pequeño solar. No se despide ni mira a Hortensia, apenas se acerca a la estufa y agarra la tortilla quemada. Ya no la mira, solo la guarda despedazada en su palma sucia, con la intención de írsela comiendo en el camino. Se asoma a la esquina y ve que el camión ya está terminando de recoger a los últimos trabajadores que se irán cerca de Camalú a trabajar el tomate con García. Se apura y suelta la tortilla para levantar la mano y esperar que entre la noche, Don Enrique, el chofer le vea la señal y la espere.
David avanzó mas rápido que Matilde, siempre lo hace, ya no la espera, no le ayuda con el bote y ya no hace equipo con ella en el fil para terminar de pizcar más rápido sus surcos. David solo espera el sábado para cobrar el cheque de la semana, comprarse un “gallo” e irse a la Maclovio al baile y pescar morras. Él ya se quiere ir “al otro lado”, le dijo a Serafín su hermano que pronto se iría, que tendría que cuidar de su hermana. Serafín no le creyó pero aún así le contó a su mamá. Para Matilde la sola idea de pensar en la salida de David le provoca vueltas en la cabeza, le recuerda el destino de Efraín y siente como si su hijo se estuviera despidiendo desde ahora. En eso pensaba Matilde en el camino cuando Don Enrique arranca el camión y debajo de la tolvanera nocturna y la música en el radio, no escuchó el grito de Matilde, quien se quedó parada viendo las luces rojas del camión y oyendo cada vez más lejos la chinela de su región.




De la colaboración en: www.huellasmexicanas.com


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